A mi tía Clara la echaron del colegio por pintarse los labios a los once. A los catorce, se robó el vestido de novia de su mamá y se fue a bailar cumbia con él. Y a los treinta y dos, entró a la iglesia con tacos dorados, sin culpa y sin marido, solo porque sí.
Ella olía a algo imposible de clasificar. A merengue suave y jazmín que se burlaba de los formalismos. A lirios que no eran de velorio, sino de fiesta. A piel salada, risa fuerte, y un poquito de pimienta rosa, como diciendo: “a mí no me digas cómo ser mujer”.
SANDIVA huele a mujeres que no piden disculpas. A las que mezclan ylang-ylang con libertad, almizcle con carcajada, benjuí con planes propios. Es la fragancia de la que entra tarde, pero todo el mundo nota. La que se pone perfume para sí misma, y si le gusta a alguien más, qué bueno; si no, también.